¡Que viva México!
Por Paolo Sánchez
El 23 de marzo del presente año, se estrenó ¡Qué Viva México!, el octavo largometraje del director mexicano Luis Estrada. Su más reciente película se inserta en una especie de universo cinematográfico conformado por las cintas La Ley de Herodes (1999), Un Mundo Maravilloso (2006), El Infierno (2010) y La Dictadura Perfecta (2014). En estas piezas, el cineasta aborda y satiriza la realidad mexicana y sus crueldades: el poder político, económico, mediático y la delincuencia organizada.
¡Qué Viva México! cuenta la historia de Pancho Reyes, un hombre de clase media que, al enterarse de la muerte de su abuelo y la posibilidad de recibir de éste una importante herencia, debe visitar La Prosperidad, su pueblo natal, donde se reencontrará con su familia.
Esta quinta entrega de “caricatura fílmica” (en tanto recupera, si se me permite la semejanza transdisciplinaria, algunos de los elementos rectores del cartón político, forma del editorial periodístico capital en el desarrollo de la prensa nacional), Estrada pone la mira en el mexicano, lo hace en más de tres horas en razón de análisis difusos, pero quizá siendo el más claro de ellos la desigualdad económica, tema nada nuevo en el audiovisual mexicano.
Que la pobreza se asome con insistencia en las narrativas nacionales es señal obvia de que el tema nos atraviesa. No es un tropo inocente, sino una inquietud cultural. El desafío es complejo, se trata de sumar una propuesta a un enorme bagaje: Nosotros los Pobres (1948) de Ismael Rodriguez Ruelas; Los olvidados (1950) de Buñuel; El Rey del Barrio (1950) de Martínez Solares, El Castillo de la Pureza (1972) de Ripstein junto con las decenas de películas que ha hecho hasta la fecha; son también parte de esta casi insondable categoría El Chavo del 8 y el 80% de los dramas televisivos más exitosos del país.
En ¡Qué Viva México!, el pobre no es recio como Pepe el Toro, preso de contextos desolados como Pedro, astuto y justo como Tin Tan, o inocente y cariñoso como los habitantes de la vecindad del Chavo; se trata de una lectura cruel y agravante, Estrada propone al espectador el seguimiento de una familia muégano, oportunista, convenenciera, violenta y holgazana.
El arquetipo de los personajes del largometraje se basa en un cúmulo de preferencias reveladas, cuyo actuar se subordina al interés propio sin más, desprendido de cualquier noción de solidaridad o conciencia política.

La película pudo bregar exclusivamente estas ya muy peligrosas aguas; no obstante, la narración suma a su colección de eventos la coyuntura política del país. Estrada ha evadido todo eufemismo para referir los tiempos en que sus películas se enuncian, ya lo había hecho en la Ley de Herodes haciendo mención del PRI, o en la Dictadura Perfecta con sus paródicas remembranzas a Enrique Peña Nieto o Vicente Fox Quezada.
En el caso aquí tratado, Andrés Manuel López Obrador tiene un papel incidental, mencionado en ocasiones, mostrado en algunas otras; su discurso, en cambio, rige todo el relato de ¡Qué Viva México!: fifi, cuarta transformación, bienestar, pueblo bueno, entre otros muchos fundamentos presidenciales, dan forma a la cinta.
Pese a haberse autonombrado incómoda para el gobierno durante su feroz gira de medios, la película no le dedica tiempo a esta administración ni a sus flaquezas. No es más que un registro discursivo en un tiempo de discursos. Esto, como sea, es un elemento interesante de análisis: ¿acaso el mero decir de un líder político como AMLO puede atravesar tan profundamente procesos de socialización familiar? La cinta no hace esta pregunta pero la incorpora a su desarrollo. El universo político de los personajes de La Prosperidad está subsumido a una terminología, la del poder. Es quizá ésta (defendiendo lo indefendible) la observación (no confesada ni explotada) más mordaz de Estrada en su película; sin embargo, sorprende que una pieza que abraza la hipérbole, se ahorre conclusiones explícitas. Prefiere coquetear con críticas más recurrentes y vagas: la potencial reelección de López Obrador, la polarización y la manipulación de los pobres pobres.
Los autores, como sus ideologías, envejecen. la incomodidad de ¡Qué Viva México! ya no radica en la sátira política como en sus cuatro antecesoras, el elemento se traslada al humor escatológico, la ofensiva construcción de un personaje transgénero o la telenovelesca escena de una secretaria acostándose con su jefe para causar un efecto cómico que solo produce la incomodidad deslactosada que la cinta derrama por largos tramos. En cualquier caso, Estrada no es irreconocible, pues incluye en la cinta viejos amigos: el policía cínico, el presidente municipal (reflejo casi perfecto de Juan y Carmelo Vargas, ambos interpretados por Damián Alcazar), el cura corrupto y el gringo acaparador, ninguno de estos tiene el peso que tuvieron en otros momentos de la cinematografía del ganador del Ariel, aparecen aquí como un mero recordatorio de su acidez precedente.
¡Qué Viva México! es, a mi consideración, la peor integrante de una pentalogía relevante en el cine mexicano de los últimos 30 años. Lo pienso así en razón de un prejuicio ideológico asumido: el pobre no es pobre por holgazán y convenenciero, su condición se enmarca en un sistema de normas, valores y barreras políticas y económicas (tesis que Estrada parece haber abandonado). La sátira, según el propio director, abraza irrenunciablemente la tan trillada noción de criticar al poderoso, en esta ocasión el realizador se toma la licencia de situar al poderoso como pretexto para criticar a quienes no lo son.
